10/06/2006

La trucha


Relato real, aunque novelado, de un desastre ambiental que pasó sin ruido en algún lugar gracias al celo de los humanos de corregir con prisa los males ambientales que provocamos.

La trucha.


El paraje era espléndido, la vegetación, somera, permitía vislumbrar perfectamente la piel de la montaña, una piel cubierta de un verdor suave y agradable. Ahí nacían todos los ríos, el agua clara, juguetona y saltarina no formaba espuma.

Frescor en las aguas incluso en lo más avanzado del estío. Ahí, digamos por ejemplo, en las fuentes del Urbión, reinaba la reina de las truchas, la madre de las madres de todas las truchas aguas abajo. Ella tenía sus años. Siempre había vivido en la libertad más absoluta. Sabía distinguir la sombra el águila y esconderse entre las grietas antes de que apareciesen las astutas zorras.

Aguas abajo todo era una bendición, no se sabía de donde tanta abundancia, pero los pescadores cobraban cientos de piezas, de ejemplares peleones, salvajes, limpios y nobles. Era esa una ley terrible pero arriba nadie osaba tocar los nacederos, donde la madre de las madres y sus hijas mayores producían la abundancia.

Pero un bien día, un ecologista, un ecologista radical, además de pensar, de ir tras una pancarta, de reivindicar ríos vivos, de bajar rápidos en piragua, de vestir de modo desarreglado como protestando con su piel postiza de rompedor contra la piel postiza de conservador, decidió hacer algo, y lo decidió porque podía. Tarde o temprano los rebeldes, los ecologistas, los soñadores, se encuentran llevando el timón del barco. Hay un momento en el que no hay otro. Son nuestra esperanza hecha realidad. Dejan de ser el futuro que llama a la puerta y son el presente que impone su norma.

Y es dura la norma de un ecologista radical gobernando, como podrá observar quien siga esta historia que bien puede ser real.

Decidió nuestro soñador arreglar, de una vez por todas, los problemas de todos los ríos de su tierra. No todos eran como ese donde moraba la madre de todas las truchas madres. Y decidió aplicar la pesca más ecológica, la eléctrica, por uno de los motivos más ecológicos del planeta. Y lo hizo. Cayeron cientos y entre ellas la gran trucha que no sabía lo que era la modernidad.

Todas, vivas pero cautivas, fueron llevadas a una gran piscifactoría, la piscifactoría progresista, la que iba a regenerar con trucha autóctona todo el territorio.

Una esperanza, una solución desde el papel. Pero la libertad estaba impresa en el corazón de todas las truchas madre, inculcada como un valor fundamental por la madre de las madres. Y en su búsqueda se encontraron con el duro muro de hormigón de la piscina. Lucharon, saltaron, golpearon. Nadie oyó su grito silencioso pidiendo libertad.

Y todas ellas murieron en la agonía de la fuga fracasada, desnucadas contra el duro muro. Y quedaron como un espectáculo de desolación y de tristeza, flotando, hinchadas, en la piscina de la planificación.

Se silenció el asunto, no en vano los "ecologistas radicales" forman una gran familia. Y al fin y al cabo quien iba a hacer caso a dos pescadores desesperados que se preguntaban porqué de setecientas habían pasado a veinticuatro.

Ahora el río baja igual que antes, pero con menos alegría. Los alevines intentan subir la corriente, pero el hueco de la gran trucha queda vacío. Y las moradas de sus vecinas guardan silencio. No hay nadie todavía. Quizá con el tiempo, la naturaleza arregle lo que estropeó nuestro ecologista y vuelva a oírse el murmullo saltarín de alguna gran trucha.

frid

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