26.9.2008.
Por: Redacción
Se han propuesto diferentes explicaciones científicas para el posible paso de la materia inorgánica a los primeros vivientes, aunque siempre se supone que esos vivientes primitivos serían organismos muy elementales monocelulares (una sola célula).
Evolucionismo y fe cristiana (y II)*
Mariano Artigas
El origen de la vida
Se han propuesto diferentes explicaciones científicas para el posible paso de la materia inorgánica a los primeros vivientes, aunque siempre se supone que esos vivientes primitivos serían organismos muy elementales monocelulares (una sola célula). Existen serias discrepancias entre los científicos acerca de la probabilidad de este paso: algunos piensan que sería extremadamente improbable y se habría dado una sola vez, y otros sugieren, por el contrario, que las propiedades de la materia favorecerían la aparición de la vida con relativa sencillez en muchos lugares diferentes.
Estas cuestiones no se relacionan directamente con la fe católica, y el Magisterio de la Iglesia nada ha dicho al respecto; sólo se relacionan con la fe indirectamente, en cuanto tienen que ver con la providencia divina.
De hecho, algunos piensan que afirmar el origen evolutivo de los primeros vivientes equivaldría a negar la acción divina en ese ámbito. Pero eso no es cierto: siempre es necesario admitir la acción divina, y además, en este caso, cuanto más se sabe acerca de los mecanismos de la vida, incluso en los vivientes más elementales, más claramente aparece que se trata de una organización muy sofisticada que proporciona una base firme para remontarse hasta la existencia de un plan divino; y esto vale tanto si el origen de la vida fue un acontecimiento único, como en el caso contrario. Si no se admite la existencia de un plan divino, hay que recurrir a fuerzas ciegas que no pueden ser una explicación última, o atribuir a la naturaleza una especie de inteligencia inconsciente admitiendo un panteísmo que carece de base y es contradictorio.
La evolución de los vivientes
La afirmación central del evolucionismo biológico se refiere al origen de unos vivientes a partir de otros de diferente especie (por eso también se ha denominado transformismo).
Muchos científicos, especialmente los biólogos, afirman que esa evolución es un hecho, aunque no siempre estén de acuerdo sobre su explicación. Desde luego, las pruebas de ese proceso, que se habría producido en la Tierra desde hace más de tres mil millones de años hasta la actualidad, siempre son indirectas, pero eso no significa que carezcan de seriedad: también en otros ámbitos de la ciencia hay que contentarse con pruebas indirectas.
El Magisterio de la Iglesia tampoco se ha pronunciado sobre estos problemas. En la actualidad, sin comprometerse en cuestiones científicas opinables, suele subrayar el aspecto que más estrechamente se relaciona con la doctrina cristiana: que la evolución es compatible con la creación y la providencia, y que, por tanto, no responde a un simple juego de fuerzas ciegas.
Sin embargo, algunos afirman que las fuerzas ciegas de la naturaleza bastan para explicar la evolución. Según la versión más extendida del darwinismo, bastaría recurrir a la combinación de variaciones al azar y selección natural; las variaciones se producen al azar en el material genético, y la selección natural filtra los resultados de esas variaciones de modo que sólo sobreviven los vivientes mejor adaptados: así se explicaría la apariencia de finalidad y plan que se da en los vivientes, sin necesidad de afirmar que existe un plan divino. Esta explicación puede ser verdadera, pero no es completa. En efecto, sólo se refiere a los vivientes bajo el punto de vista de la ciencia natural: de qué están compuestos y cómo funcionan; pero deja sin respuesta los interrogantes que se plantean la filosofía y la religión.
Una dificultad que suele presentarse contra la evolución consiste en afirmar que lo más perfecto no puede provenir de lo menos perfecto. Sin embargo, los conocimientos actuales permiten comprender que en la información genética se contienen potencialmente planes muy sofisticados que servirán, si se dan las circunstancias apropiadas, para la construcción de los organismos, y que algunos cambios en esa información pueden provocar nuevos tipos de organización (aunque, en muchas ocasiones, conducirán a resultados inviables).
Los problemas que se refieren a las dimensiones psíquicas de los animales son, ciertamente, difíciles. Los diferentes tipos de psiquismo se encuentran estrechamente relacionados con los tipos de organización material, y existe una amplia escala en la que se dan distintos grados de organización y de psiquismo. Esa escala culmina en el hombre que, como es lógico, constituye el problema central de las teorías evolucionistas.
El origen del hombre
En este nivel, la situación científica es semejante a la anteriormente descrita: los científicos suelen afirmar que el organismo humano proviene de otros organismos, aunque existan muchas incertidumbres acerca de las explicaciones concretas. Sin embargo, existe un nuevo factor que introduce una diferencia notable con respecto al caso de los demás vivientes: que el hombre es una persona dotada de dimensiones espirituales y morales.
El Magisterio de la Iglesia ha intervenido para clarificar esta cuestión. A mitad del siglo XX, el Papa Pío XII declaró que «El Magisterio de la Iglesia no prohibe que, según el estado actual de las disciplinas humanas y de la sagrada teología, se investigue y discuta por los expertos en ambos campos la doctrina del «evolucionismo», en cuanto busca el origen del cuerpo humano a partir de una materia viviente preexistente -ya que la fe católica nos manda mantener que las almas son creadas directamente por Dios» [18]. El Papa añadía, a continuación, una llamada a la objetividad y a la moderación, debido a la relación que la doctrina sobre el hombre guarda con las fuentes de la revelación divina.
El Papa Juan Pablo II ha recordado textualmente la enseñanza de Pío XII, afirmando que «en base a estas consideraciones de mi predecesor, no existen obstáculos entre la teoría de la evolución y la fe en la creación, si se las entiende correctamente» [19]. Queda claro que «entender correctamente» significa admitir que las dimensones espirituales de la persona humana exigen una intervención especial por parte de Dios, una creación inmediata del alma espiritual; pero se trata de unas dimensiones y de una acción que, por principio, caen fuera del objeto directo de la ciencia natural y no la contradicen en modo alguno.
Pío XII enseñó, además, que «cuando se trata de otra conjetura, concretamente del poligenismo, entonces los hijos de la Iglesia no gozan de esa libertad, ya que los fieles cristianos no pueden aceptar la opinión de quienes afirman o bien que después de Adán existieron en esta tierra verdaderos hombres que no procedían de él, como primer padre de todos, por generación natural, o bien que Adán significa una cierta multitud de antepasados, ya que no se ve cómo tal opinión pueda compaginarse con lo que las fuentes de la verdad revelada y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia proponen acerca del pecado original, que procede del pecado verdaderamente cometido por un Adán y que, transmitido a todos por generación, es propio de cada uno» [20].
El monogenismo afirma que todos procedemos de una primera pareja, y la Iglesia lo afirma debido a su relación con las fuentes de la revelación y con la doctrina del pecado original. Por grande que sea el progreso científico, parece muy difícil llegar a conclusiones claras acerca del monogenismo o el poligenismo contando sólo con la ciencia: aunque a veces se pretenda hacerlo, esas afirmaciones suelen contener muchos aspectos discutibles. Por otra parte, aunque el monogenismo plantee algunas dificultades a nuestro afán de representar el origen de la especie humana, el poligenismo también plantea dificultades nada triviales.
Teniendo en cuenta las precisiones anteriormente señaladas y remitiendo de nuevo a la enseñanza de Pío XII, Juan Pablo II ha enseñado en su catequesis: «Por tanto, se puede decir que, desde el punto de vista de la doctrina de la fe, no se ven dificultades para explicar el origen del hombre, en cuanto cuerpo, mediante la hipótesis del evolucionismo. Es preciso, sin embargo, añadir que la hipótesis propone solamente una probabilidad, no una certeza científica. En cambio, la doctrina de la fe afirma de modo invariable que el alma espiritual del hombre es creada directamente por Dios. O sea, es posible, según la hipótesis mencionada, que el cuerpo humano, siguiendo el orden impreso por el Creador en las energías de la vida, haya sido preparado gradualmente en las formas de seres vivientes antecedentes. Pero el alma humana, de la cual depende en definitiva la humanidad del hombre, siendo espiritual, no puede haber emergido de la materia» [21].
En 1996, el papa Juan Pablo II, en una carta dirigida a la Academia Pontificia de Ciencias, afirmó que, en la actualidad, el evolucionismo es algo más que una hipótesis. Aunque distinguía cuidadosamente el evolucionismo como teoría científica y las interpretaciones ideológicas que a veces se hacen de él, quedaba claro que consideraba la evolución como un hecho avalado por una variedad de pruebas independientes. Juan Pablo II recordaba la enseñanza de Pío XII en la encíclica Humani generis de 1950 y añadía nuevas consideraciones: «Teniendo en cuenta el estado de las investigaciones científicas de esa época y también las exigencias propias de la teología, la encíclica Humani generis consideraba la doctrina del 'evolucionismo' como una hipótesis seria, digna de una investigación y de una reflexión profundas, al igual que la hipótesis opuesta». Y poco después añadía: «Hoy, casi medio siglo después de la publicación de la encíclica, nuevos conocimientos llevan a pensar que la teoría de la evolución es más que una hipótesis. En efecto, es notable que esta teoría se haya impuesto paulatinamente al espíritu de los investigadores, a causa de una serie de descubrimientos hechos en diversas disciplinas del saber. La convergencia, de ningún modo buscada o provocada, de los resultados de trabajos realizados independientemente unos de otros, constituye de suyo un argumento significativo en favor de esta teoría» [22].
Estas palabras no deberían interpretarse como una aceptación acrítica de cualquier teoría de la evolución. En efecto, inmediatamente después de esas palabras, Juan Pablo II añade reflexiones importantes acerca del alcance de las teorías evolucionistas, de sus diferentes variantes, y de las filosofías que pueden estar implícitas en ellas. Especialmente interesantes son las amplias reflexiones que el Papa dedica a las ideas evolucionistas aplicadas al ser humano. Incluso podría decirse que ése es el núcleo de este documento del Papa.
En efecto, Juan Pablo II dice que el Magisterio de la Iglesia se interesa por la evolución porque está en juego la concepción del hombre. Recuerda que la revelación enseña que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios; alude a la magnífica exposición de esta doctrina en la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II; y comenta esa doctrina, aludiendo a que el hombre está llamado a entrar en una relación de conocimiento y amor con Dios, relación que se realizará plenamente más allá del tiempo, en la eternidad. En este contexto, recuerda literalmente las palabras de Pío XII en la encíclica Humani generis, según las cuales el alma espiritual humana es creada inmediatamente por Dios. Y extrae la siguiente consecuencia: «En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías en las que se inspiran, consideran que el espíritu surge de las fuerzas de la materia viva o que se trata de un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre. Por otra parte, esas teorías son incapaces de fundar la dignidad de la persona» [23].
Estas reflexiones se pueden aplicar a las doctrinas «emergentistas» que, si bien admiten que en el ser humano existe un plano superior al material, afirman que ese plano simplemente «emerge» del nivel material o biológico. Juan Pablo II afirma que nos encontramos, en el ser humano, ante «una diferencia de orden ontológico, ante un salto ontológico», y se pregunta si esa discontinuidad ontológica no contradice la continuidad física supuesta por la evolución. Su respuesta es que la ciencia y la metafísica utilizan dos perspectivas diferentes, y que la experiencia del nivel metafísico pone de manifiesto la existencia de dimensiones que se sitúan en un nivel ontológicamente superior, tales como la autoconciencia, la conciencia moral, la libertad, la experiencia estética y la experiencia religiosa. Añade, por fin, que a todo ello la teología añade el sentido último de la vida humana según los designios del Creador [24].
La cosmovisión evolucionista
En definitiva, la evolución no se opone a la acción divina, sino que la exige para explicar el origen primero del universo, la racionalidad y sutileza de las leyes y procesos de la naturaleza, y, muy especialmente, las dimensiones espirituales de la persona humana.
Esto no significa, en modo alguno, que la consideración de la acción divina simplifique los problemas que plantea la perspectiva evolucionista: esos problemas son muchos y difíciles, y las incertidumbres científicas acerca de ellos también son grandes. Significa, en cambio, que podemos afirmar la compatibilidad de las teorías evolucionistas con la acción divina que hace posible el curso de la naturaleza, da al hombre su carácter espiritual y personal, y da sentido a la vida humana.
Notas
[18] Pío XII, Litt. enc. Humani generis, 12.VIII.1950, n. 29: AAS, 42 (1950), pp. 575-576.
[19] Juan Pablo II, Discurso a estudiosos sobre «fe cristiana y teoría de la evolución», 20.IV.1985: Insegnamenti, VIII, 1 (1985), pp. 1131-1132.
[20] Pío XII, Litt. enc. Humani generis, 12.VIII.1950, n. 30: AAS, 42 (1950), p. 576.
[21] Juan Pablo II, Audiencia general, El hombre, imagen de Dios, es un ser espiritual y corporal, 16.IV.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 1041.
[22] Juan Pablo II, Mensaje a la Academia Pontificia de Ciencias, 22 de octubre de 1996, n. 4: en L'Osservatore Romano, edición en castellano, 25 octubre 1996, p. 5.
[23] Ibid., n. 5.
[24] Cfr. ibid., n.6.
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